15 mar 2014

Los centinelas de la «tierra prometida» vigilan el Gurugú

CRUZ MORCILLO 

Cae la noche sobre Melilla y empieza el relevo de hombres de verde junto a la valla. Seis metros de altura separan los sueños africanos de las órdenes y la ley española. Los 1.500 inmigrantes que malviven en las faldas del monte Gurugú saben que hoy no toca intentarlo; la frontera está casi blindada. Es jueves y el ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, se ha marchado unas horas antes –por teléfono les ha llegado la noticia con suficiencia–. Marruecos ha cumplido y ha sembrado de vigilancia su lado de la frontera. La urgencia manda, confundida con las noticias de ida y vuelta que circulan por el móvil y las redes sociales.

La Guardia Civil medirá con tiralíneas su actuación, los dejará pasar, les llega a los subsaharianos a través de sus modernos «tam tam», pero también ha corrido la información de que se está reforzando la valla por enésima vez. Los operarios de Indra, encaramados en escaleras metálicas, han empezado a trabajar a la altura del río Beni Enzar, donde esta misma semana se produjo un salto con éxito, y ya están instalando la malla «antitrepa»: unos paneles de 2 por 1,5 metros que impedirán a los inmigrantes engancharse con sus ágiles dedos de pies y manos y escalar tres veces en cuestión de segundos.

El ojo que todo lo ve 

El «Centinela», una furgoneta Nissan equipada con una potente cámara térmica, barre toda Melilla en la oscuridad desde la Cuesta de la Peseta, el punto más alto de la Ciudad Autónoma. El guardia David mueve el objetivo y acerca y aleja el zoom en busca de cualquier movimiento. Las hogueras encendidas en los campamentos de estos «espaldas del desierto» brillan en la pantalla del ordenador; los jabalíes rebuscando comida y algunos gatos son lo único que se mueve esta noche, y ese tenue ir y venir se visualiza a más de cinco kilómetros en línea recta desde el montículo. Están en alerta máxima porque se ha detectado a unas 1.500 personas apostadas al otro lado,esperando con impaciencia. Pueden actuar en cualquier momento. Cuando hay un intento de salto, la cámara recoge las hileras de bultos humanos corriendo hacia su objetivo, separándose en grupos, camuflándose entre las viviendas marroquíes que se estiran en la ladera del monte.

«En cuanto los vemos aproximarse, avisamos al Centro de coordinación y a los marroquíes. Los compañeros que están de servicio en la valla (patrullas móviles y fijas) hacen señales a los agentes alauís, a veces con linternas e incluso a gritos, porque lo más efectivo es lo más rápido. Si es necesario, sale el helicóptero para iluminar zonas», detalla el guardia. Pero el «ojo nocturno» de la Comandancia, con sus cámaras auxiliares térmicas, bautizadas como «Sophie», repartidas por el perímetro y en las torretas, no son suficientes.

Zanjas y militares 

El bosque cubre de sombra varios puntos de la frontera terrestre y esas zonas negras las conocen a la perfección los candidatos al salto. Pese a la desesperación, no hay azar, sino planificación, sostienen fuentes de la Guardia Civil. «El estereotipo es falso. Están muy bien organizados». Cada dos horas, dos agentes se relevan al mando del «Centinela», con los ojos enrojecidos de fijarlos en la pantalla y la oscuridad.«Aquí una distracción puede salir muy cara. Que se te echen encima y no haya tiempo de reacción».

Al otro lado, en Marruecos, no hay sensores térmicos pero los obstáculos naturales y artificiales se antojan insalvables. Bajar del monte por senderos imposibles, saltar zanjas que se cavan a toda prisa para dificultar el camino, sortear hitos que enlazan alambres de espino junto a la carretera de circunvalación, puestos de vigilancia y los militares de un Regimiento desplazado hasta los pies del vallado por el Rey Mohamed VI. Las chumberas y pitas que crecen sin control tampoco son despreciables. Si se superan todas esas barreras, al inmigrante aún le queda encaramarse seis metros, salvar las dos concertinas a distinta altura acabadas en punta, bajar, saltar la sirga tridimensional, un enredo diabólico de acero, volver a trepar por la tercera valla y arrojarse a España. Algunos usan las farolas a modo de cucaña improvisada.

El récord, diez segundos

 «Mire usted hay que verlo para creerlo. No tardan ni un minuto. El récord son diez segundos. Ninguno de nosotros podría hacer eso», explica el sargento Matas, que lleva pegado a esa valla desde 1992 y le queda poco para jubilarse. «Hay que pagar la hipoteca», bromea. Se ha tenido que cobijar de las pedradas muchas veces. Algunos de esos pedruscos permanecen enganchados en lo alto de la verja. «Sin novedad», replica al mando que se interesa por como avanza la noche.«Hoy no hay nada. Saben que ha estado el ministro». En el hito 15, entre río Nano y Vaguada Linares, el sargento nos relata cómo hace unas semanas un subsahariano se quedó prendido en el dedo de un compañero con sus dientes. Casi se lo arranca de un mordisco. La adrenalina se dispara en esas avalanchas. Unos que quieren pisar cemento o tierra española; los otros se afanan cada día para que no lo logren.

En ese hito 15, se les acusó de «devolver en caliente» (una figura que no recoge la ley de Extranjería) a varios subsaharianos. Una vez que el inmigrante ha pisado España debe ser reseñado. Algunos al saltar quedan en la zona intermedia de las tres vallas. Dependiendo del punto fronterizo esa zona puede tener anchura suficiente como para que pase un vehículo o ser tan estrecha que impida la circulación de una moto. Si el irregular no logra salvar la tercera valla, se considera que no está en España. Los agentes lo sacan como pueden –«no se crea que nos acompañan del brazo»–, dicen, y buscan una de las puertas por las que sus colegas marroquíes han autorizado la entrega. No hay accesos de entrada y salida coincidentes entre las alambradas, algunas puertas están separadas por muchos metros de distancia. «Que me expliquen cómo mueves a alguien que no quiere colaborar y la emprende a puntapiés, mordiscos o lo que pueda», pregunta en voz alta otro guardia anticipándose a la no respuesta.

«Si se te echan encima, ya no hay nada que hacer. En el momento en que tocan suelo español (unos centímetros de diferencia) se quedan. Es la ley». A partir de ese momento, los que lo consiguen también conocen la ley (el tiempo ha perfeccionado esta modalidad de vulneración de la frontera y, por tanto, la información) y la usan. O los trasladan a la Comandancia para desde ahí llevarlos a la Policía que debe reseñarlos o acuden ellos directamente a comisaría, dado que es la condición para entrar en el CETI, el Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes.

Tres comidas al día

 Hacia él corren en grupos o solos nada más saltar. El descampado en el que se levantan sus 17.000 metros cuadrados, tras dejar a un lado el cementerio musulmán, es el salvoconducto a la Península. Comida tres veces al día, en mesas y bancos metálicos; ropa nueva y útiles de aseo; un patio abierto con mini campo de fútbol, que sirve de improvisado tendedero, y unos barracones amarillo y albero donde cobijarse cada noche. Fue diseñado para 480 personas, pero esta semana albergaba a más de 1.200, incluido un centenar de niños, de una treintena de nacionalidades de África y Asia.

Es un «hogar» complejo donde los sin papeles reciben asistencia legal, médica y social. Concebido como estancia de paso, algunos llevan hasta cuatro años. A las 7.30 de la mañana sus moradores pueden salir y permanecer fuera hasta las 23.30. Unos intentan conseguir dinero en la calle trabajando ilegalmente como limpiacoches o cargando bolsas de la compra a cambio de unas monedas; los más se sientan a mirar o dan vueltas contando su terrible historia a quien los escuche. A sus puertas y en su interior, casi todos los días son «lunes al sol» esperando el viaje a la Península.

La opción del asilo 

El egipcio Jamal Hsin Ahmed se siente engañado. Muestra su tarjeta roja que lo identifica como solicitante de asilo tras pasar por Libia, Argelia y Marruecos. Dice, en árabe, que desde el 26 de diciembre espera una respuesta. La improvisada traductora de la ONG «Melilla Acoge» le explica que el proceso es lento y le pide paciencia. Jamal, el único que no viste el chándal que casi uniforma a los residentes, se enfada y desespera. Nos pide ayuda porque, asegura, huyó por ser opositor político y nadie le hace caso.

Muchos niños sirios corretean por el patio. Están con sus madres que han atravesado la frontera de Beni Enzar a pie, con un pasaporte marroquí comprado a precio de oro, aunque eso no lo cuentan. Los ciudadanos de esta nacionalidad y los africanos se miran de reojo. Los segundos los acusan de ser conflictivos. Desde noviembre han entrado más de cuatrocientos de forma ilegal, según los cálculos de la Policía.

Edith y Faly, dos nigerianas que aparentan ser unas niñas, gritan con sus bebés enganchados a la espalda. Esperan a sus maridos. Ellos están en Nador. Ellas llegaron en patera y quieren ir a la Península.Madrid está en boca de muchos, pero también Francia, Holanda y Alemania. Cualquier lugar al norte de Melilla y al norte del infierno que cargan en sus memorias.

Los guardias Ramón, Godoy y Miguel, miembros del Grupo Especial de Actividades Subacuáticas (GEAS) apuran la guardia de la noche del jueves en situación de «prevenidos» en su base del puerto deportivo de Melilla. La zodiac, amarrada a tres metros, está preparada para dirigirse a cualquier punto en cuanto reciban el aviso de un avistamiento por agua. «Esta noche no se moverán. Está demasiado calmado el tiempo y la mar». Lo suyo es un combate cuerpo a cuerpo doble: con los inmigrantes y con el traidor Atlántico. Los tres arrastran en su memoria las imágenes del pánico propio y ajeno. La última patera que interceptaron, amarrada al muelle, conserva esa fotografía, con chalecos desinflados, redes y mantas para ocultarse debajo. «Las barcas de madera las construyen ex profeso para la travesía y las pintan con el color azul y las letras de los pescadores de Beni Enzar», al otro lado de la bahía, tan cerca que un nadador medio podría salvar el tramo sin dificultad. A la caña colocan a senegaleses, excelentes navegantes, que arriesgan hasta el límite y juegan a la persecución con la Guardia Civil haciendo requiebros y tirando de motor hasta casi reventarlo.

Con gasoil y mechero 

«Nos acercamos a una zodiac y uno de ellos cogió un bidón de gasolina en una mano y un mechero en la otra», relata el guardia Ramón, joven y fibroso, que cambió el GRS por el mar. La embarcación de los agentes, la más grande, lleva en su panza un depósito lleno de combustible y todo es goma. Una llama provocaría una fogata y una explosión visible desde media Melilla. «Han arrancado a las barcas cualquier elemento al que nos podamos agarrar, el cabo, las asas, todo, para que sea imposible maniobrar con ellas».

La inmigración se mide en sueños con tarifa económica. Los más pobres, los desheredados se amontonan en campamentos infames en el Gurugú, según su país de procedencia (Camerún, Mali, Costa de Marfil...). Los hombres, dirigidos por un «chairman» o jefe, se refugian en chabolas de palos y plásticos y miran codiciosos y esperanzados los edificios más altos de la ciudad con el mar de fondo. Retrato idílico si no fuera falaz. Sus mujeres y niños están ocultos a las miradas de los periodistas y a las posibles incursiones de los militares y las fuerzas auxiliares marroquíes. El menú, dos dátiles y un trago de leche de los tetra brik que acaban de comprar los encargados en Beni Enzar con el dinero recaudado tras mendigar toda la mañana; pan y un engrudo que nadie quisiera probar. Cazum, en el campamento de los marfileños, nos ofrece comida. Lleva tres años esperando para saltar. Nunca lo ha conseguido. Otros llevan tres meses y hay alguno al cabo de treinta días ya está en el CETI de Melilla. La suerte juega al final sus cartas.

En los pueblos de la provincia de Nador los subsaharianos que aún conservan algo de dinero abarrotan pensiones y habitaciones alquiladas o se ocultan en casas abandonadas. Junto a ellos, hay también unacreciente presencia de inmigrantes con posibles, sirios sobre todo, que tienen acceso a hoteles y han recalado con joyas, euros, francos suizos y dólares. Son quienes compran pasaportes en el mercado negro y no se la juegan en la sirga.

La valla es la cara visible, la que llena portadas y telediarios, pero la inmigración irregular de Melilla tiene muchos prismas. El verdadero «coladero» es el paso habilitado de personas y mercancías de Beni Enzar, que atraviesan hasta 30.000 personas al día. Un paso y una aduana comercial sin aranceles, auténtico motor de la economía al otro lado, en Beni Enzar, en Nador y en todo el norte de Marruecos. Una frontera sin tecnificar donde pasar o no depende de la habilidad del agente que visa.

Los policía y guardias civiles de la trinchera de Melilla mantienen la compostura y el ánimo, pero sienten que son el eslabón débil de una ley de Extranjería que debiera ser más restrictiva a su juicio. Ellos son los ojos de la frontera, con los medios que tienen y con las miradas que los vigilan. «¿Desánimo? Eso nunca. Somos los centinelas de la frontera de Europa».

Fuente: ABC

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