"Le llamamos ANAL, porque la mayor parte de las bombas que
encontramos están compuestas de Amonio, Nitrato y Aluminio. Y si,
hacemos bastantes chistes con la posibilidad de morir reventado por un
anal...", me dice el Sargento Mitch Lokker, nacido en Kansas, mientras
se coloca las guantes y mete la mano en un polvo grisáceo con
irisaciones brillantes. Se puede decir que el negro sarcasmo de los
desactivadores de explosivos entra en la categoría del humor bizarro que
también cultivan los enterradores o los forenses. Son colectivos cuya
cercanía a la muerte les permite crear universos irónicos poblados de
bromas macabras, pero que son sin embargo, un ejemplo de su apego a la
vida. Le comento al sargento que en España la banda terrorista ETA
también utilizaba ese tipo de explosivo, reforzado a base de
fertilizantes, pero que le llaman Amonal, o Amosal si se le añade sal.
"Si, lo conozco, también lo hemos estudiado.¿Por fin han parado, no?",
me pregunta mientras observa los restos de un detonador.
El sargento me permite ver como sus hombres de la 630 EOD Company
procesan los componentes del artefacto que acabamos de encontrar en la
cuneta de la Autopista N 1, la que une Kandahar con Kabul, una carretera
clave para vertebrar el país. No solo pesan la cantidad de explosivo
que había en la bomba, sino que clasifican sus componentes y estudian el
método de detonación utilizado. Buscan huellas dactilares del que la
puso, pero también patrones de montaje y restos de los elementos
utilizados que les puedan llevar al que la diseñó, al "Bomb maker". En
lo que va de año mas de cien soldados de la Coalición Internacional han
muerto debido a la explosión de uno de estos artefactos improvisados,
llamados en la jerga militar IED (Improvised Explosive Deviced). Lo peor
es que las bombas no piensan, se quedan latentes hasta que alguien las
pisa y detona el mecanismo de presión que las hace estallar. "El año
pasado unos mil civiles murieron por este tipo de minas. Son casi 3
personas al día", me reconoce el doctor Alberto Cairo, director del
Hospital que la Cruz Roja Internacional tiene en Kabul para atender a
los heridos que quedan mutilados o terriblemente amputados.
"No, no somos unos yonquis de la adrenalina, como pinta la película
de 'En tierra hostil', solo hacemos nuestro trabajo". El sargento Steven
Maher, nacido en New Jersey, ha dejado fuera de juego (como le gusta
decir) mas de mil bombas trampa u otro tipo de artefactos caseros. Los
desactivadores son unos tipos francamente respetados por el resto de los
soldados, ya que a menudo arriesgan su propia vida para salvarles a
ellos. Ya son 111 los estadounidenses miembros de estas unidades muertos
en las guerras de Irak y Afganistán. Según Maher, casado y con tres
hijos, el trabajo en Afganistán es bastante más fácil que el que
tuvieron en Irak. Las bombas que colocan los talibanes son muy básicas,
toscas es la palabra que emplea, mientras que en Irak, reconoce, las de
Al Qaeda y el resto de grupos insurgente eran mucho más sofisticadas y
complicadas. Alli tenían que acercarse a desactivarlas, porque casi
siempre estaban en núcleos urbanos, mientras que en Afganistán lanzan
primero al robot y después, habitualmente y para minimizar riesgos, la
detonan de manera controlada.
Acompañar a estos hombres en su quehacer diario es tener la sensación
de que esa puede ser tu ultima mañana, tu ultimo viaje. Está claro que
este es uno de los trabajos más peligrosos del mundo. En los días que
pasamos con ellos, nuestra propia tensión se dispara a limites de
colapso. Normalmente salen de la base tras la información o el chivatazo
de alguien que ha visto algo raro en la carretera o en un sendero, como
tierra removida recientemente o cables que sobresalen entre el
pavimento. Una vez recibido el aviso, los desactivadores están listos en
media hora. "¡Venga Jon, que han encontrado otra bomba, salimos ya...¡" nos grita
un soldado. Vamos en el blindado en silencio, rumiando nuestra propia
insensatez por subirnos ahí. Escuchando los gritos sordos del sentido
común que te chillan que te bajes. Y te acuerdas de todos los tuyos. Y
tratas de pensar en otra cosa. Y sudas. Y el miedo se te escapa por
todos tus poros. Y te pones el casco. Y te lo quitas. Y piensas que si
te va a explotar una bomba en el suelo quizás sea mejor ponerte el casco
en el culo. Y te lo vuelves a poner y te das cuenta de que te duelen
las sienes de tanto palpitar. Y se te seca la garganta. Y sonríes de
manera nerviosa al soldado que tienes enfrente, a ese tipo que ha salido
tantas veces en patrulla que le da igual todo, y que, lo ves en sus
ojos, se está partiendo de risa de tu propia angustia. Hasta que el
blindado frena y un militar circunspecto te dice: "¡Bajad, la bomba está
a cien metros, cuidado dónde pisáis..¡"
"Los insurgentes van aprendiendo de nuestras técnicas. Probablemente
ahora nos estarán mirando desde algún escondite -me dice la sargento
Kendall-. Últimamente nos suelen poner artefactos secundarios o hasta
terciarios en el mismo lugar. Cuando creemos que ya hemos acabado el
trabajo, Boom, explota otro al lado, así que no os mováis del asfalto o
seguir nuestros pasos". Y se pone a andar moviendo de izquierda a
derecha un detector que emite un ligero zumbido. Y obviamente, nadie la
sigue. Y todos contenemos la respiración mientras Kendall, literalmente,
camina sobre las bombas. Y si la sensación de parálisis, de que casi no
te puedes o no te quieres mover, es superior a ti, es quizás peor la
certeza, como dice la sargento, de que haya alguien mirando con unos
prismáticos. De que haya un talibán escondido tras unas rocas, pasando
su dedo nervioso por encima del botón que activa la bomba mientras
murmura que "Allah es grande". Esperando a que los desactivados se
acerquen o que varios soldados del Ejercito Afgano se arremolinen cerca
del explosivo secundario. Pensar que tu vida pueda estar en manos de
alguien así es verdaderamente inquietante. Por eso, para minimizar
bajas, es el robot el que se encarga de acercarse primero. Si no lo ven
claro, si el técnico que rastrea las ondas de radio y las señales
telefónicas que puedan activar el dispositivo no está seguro de poder
bloquearlas, el robot coloca una pequeña carga de explosivo C-4 para
reventarlo. Es lo que llaman BIP, "Blow in the Place", explotarlo en el
sitio.
"Es una mezcla de sentido común, sangre fría, concentración y nervios
de acero", dice el teniente Paul Finelli. Queda poco para que se acabe
esta guerra. La mayor parte de las tropas de combate dejan el país en
2014. Estos hombres y mujeres, sin embargo, los desactivadores, se
quedaran para seguir desminando un país sembrado de muerte por 40 años
de conflictos ininterrumpidos. Como me dice el doctor Cairo,
especialista en la rehabilitación de heridos por minas: "La guerra puede
que se acabe, pero las bombas se quedan".
Jon Sistiaga
El País