En Afganistán el único paso que no mata es el que ya has dado", cuenta un soldado español que participó en la misión. Legías, paracas,
cazadores de montaña... Los soldados de Infantería son la primera línea
del Ejército español, los que con frecuencia recorren el terreno lejos
de la protección de las bases más grandes, como Herat o Qala i Naw. "De
misión de paz nada. Allí vas a matar y a que no te maten". Los ojos
azules de Ángel (nombre ficticio) se emocionan cuando habla de su
trabajo: "Yo puedo contar cómo es esa guerra. He estado en las bases
avanzadas pegando tiros. Más allá de eso no hay nada". A unos kilómetros
de una de esas bases, en Ludina, en la provincia de Badghis, murió el
pasado 6 de noviembre el sargento primero Joaquín Moya Espejo. La última
de las 97 bajas que ha sufrido el Ejército español en la misión de
Afganistán.
La hostilidad contra las tropas españolas se multiplicó desde que
desplegaron destacamentos a lo largo de las dos rutas que recorren la
provincia rumbo a Bala Murghab en el norte, la zona más peligrosa de la
región. Sang Atesh, Ludina, Moqur o Darra i Bum son los nombres de
algunas de las bases españolas en zonas de dominio talibán. Son los
destinos más mortíferos: después de los accidentes aéreos del Yak-42 y
el Cougar, que causaron 79 víctimas mortales, la mayor parte de las
bajas sufridas por el Ejército español han sido en las misiones de los
destacamentos en las bases avanzadas.
Durante las estancias en
estos puestos avanzados los tiros se convertían en rutina. Tras días
viviendo entre sacos terreros, los soldados se habitúan a oír los
disparos que restallan a 700 u 800 metros. Es el sonido de la guerra.
Desde su puesto, Ángel se acostumbró a buscar el blanco en el fogueo de
los Kaláshnikov: "Tenemos una ladera y no sabemos de dónde vienen
los tiros. De repente dejas de oírlos". Eso es todo. ¿Están muertos?
¿Se han ido? ¿Solo heridos? No recogen los cadáveres, así que nunca
tienen la certeza de haber causado una baja. Aun así, Ángel reconoce que
cuando dejaban de oírse los disparos solo tenía un pensamiento: "Me
cargué a ese hijo puta. Uno menos".
Joaquín Moya Espejo no podrá
pensarlo nunca más. Una bala se coló cerca de la axila, en una zona no
protegida por el chaleco antifragmentos que llevaba. Las placas de
cerámica que cubrían el pecho no sirvieron para evitar que un proyectil
dejara a su hijo huérfano de padre. La bala era de un arma ligera,
probablemente de Kaláshnikov. Es un fusil de asalto, diseñado en
la Segunda Guerra Mundial, que heredaron de la ocupación soviética.
Arcaico pero eficaz: las ventajas de armamento de los ejércitos
occidentales se acortan sobre el terreno. Se sienten expuestos como
marionetas en un teatro de títeres: "Nosotros tenemos que hacer
puntería, ellos solo tenían que apuntar a la base". En uno de esos
ataques demasiado cercanos lograron coger a dos talibanes. ¿Se alegraron
en el cuartel? "Pregúntaselo al que no vuelve, o al que vuelve sin
piernas: los hubiéramos preferido muertos".
Recuerda aquel día como un momento peligroso, pero sonríe. La adrenalina coloca
y mata el aburrimiento. Lo peor de Afganistán es tener tiempo para
pensar, para echar de menos. Los problemas familiares, la hipoteca, las
crisis con la pareja, allí se viven como ultimátums. La batalla ahoga
los problemas: "Lo único que piensas es en dónde está, para matarlo".
Una droga que engancha. "Vamos a por él", se decía Ángel. "Olvidas tener
miedo. Mientras estás allí disparando lo único que tienes en la cabeza
es: 'A ver si pillo a ese cabrón, que mañana puede matar a un amigo".
Este
militar no alcanza los 25 años, pero ya ha participado en las misiones
españolas del Líbano, Kosovo y Afganistán. Él, como el resto de sus
compañeros, solo accede a hablar sin nombre. Ni foto, ni lugares
precisos, ni fechas. En un tablón de cuartel donde trabaja, cuelga un
cartel con una advertencia: hablar sin autorización tiene una pena, el
despido. Muchos piden que no se revele su nacionalidad o su edad exacta,
nada que los identifique. "Mira, es que el castigo no es un arresto. Es
que te largan. Y yo vivo de esto". El undécimo mandamiento del soldado: no hablarás con periodistas.
La
misión afgana es un agujero informativo, pese a que el contingente
español que lucha con las fuerzas de la OTAN (ISAF) es de 1.552
combatientes. Con medio millón de habitantes (similar a Cáceres),
Badghis, la región controlada por España es una de las provincias menos
atacadas por la insurgencia, que se hace fuerte al sur, en la zona
limítrofe con Pakistán. Pero también es la más pobre. "En algunas partes
de la provincia en las que estamos trabajando no quieren venir ni los
afganos", cuenta por teléfono David Gervilla, el actual responsable de
AECID, la agencia de española de cooperación y desarrollo que lleva a
cabo los programas de reconstrucción de la provincia. Durante los cuatro
o cinco meses que duran los relevos, la mayoría de los soldados
españoles están destinados en la base aérea de Herat, que suministra a
la zona oeste, o en Qala i Naw, la capital de Badghis, la región al
noroeste del país que está bajo el control de España. "Estar allí es
casi como en un hotel", bromea Ángel, que vivió sus estancias en Qala i
Naw como unas vacaciones.
Las condiciones extremas del
clima complican las cosas. En Afganistán hay dos ciclos, el de la
naturaleza y el de la insurgencia, y uno mueve al otro. En el invierno
el frío hace difícil moverse, hasta para los talibanes. Con el deshielo
llegan los ataques y las tormentas de arena, que "convierten el día en
noche" en cuestión de minutos. "Ves cómo la nube de arena se va comiendo
las casas y tienes tres minutos para recogerlo todo antes de que
engulla también tu refugio", recuerda impresionado Luis, soldado
ecuatoriano destinado en Qala i Naw.
"No tenemos un Ejército capaz
de mantener el número de enviados", dice Jorge Bravo, presidente de la
Asociación Unificada de Militares Españoles (AUME). Bravo no teme que se
publique su nombre: "Ya he perdido el miedo". Militar en la reserva,
lejos le quedan a este brigada los seis primeros años en el Ejército,
cuando el conseguir un contrato fijo depende de los informes de los
superiores. Tampoco le preocupa perder los complementos de dedicación
especial. "La realidad es que allí se dispara. Matas y te hieren. Te
hacen emboscadas, no ataques preventivos".
"El año 2014 queda
demasiado lejos", afirma Bravo. Es la fecha que las fuerzas de la OTAN
han pactado para culminar la retirada gradual de las tropas, aunque
España comenzará a disminuir el número de soldados en Badghis a partir
del verano de 2012, según anunció la semana pasada la ministra de
Defensa en funciones, Carme Chacón.
Mientras la fecha llega, en
Afganistán se juegan la vida. A medida que los sistemas de seguridad que
llevan los ejércitos avanzan, la insurgencia aumenta la carga y
neutraliza la ventaja defensiva. Los kaláshnikov marcan el compás de los
ataques, pero la verdadera arma de la guerrilla es silenciosa. Son los
explosivos improvisados (IED) los que convierten cualquier
desplazamiento en una muerte potencial.
Los Lince y los
RG-31 desfilan en los convoys de vehículos, son los dos modelos que
Defensa compró en 2007 para jubilar los BMR. La mejora es notable, pero a
la hora de la verdad todo es cuestión de suerte: "Mira, si te atacan
con fusilería puedes defenderte. Pero si hay un IED... Eso no puedes
verlo. Un día nos cogió uno que se activaba a distancia, pero [los
talibanes] no calcularon bien. Los cogió por detrás, y el coche salió
disparado unos metros, pero no pasó nada".
"Seamos sinceros, no somos los yanquis. Pero
es que ellos casi pueden elegir vehículo y el arma con la que quieren
tirar cada vez", dicen dos jóvenes que regresaron de Afganistán hace más
de dos años. España invierte un 0,50% del PIB en Defensa; Estados
Unidos, un 4,04%. "No nos podemos comparar con ellos, ni queremos: para
lo que invierte nuestro país en defensa, no nos podemos quejar". Los
americanos tienen zonas de responsabilidad más peligrosas, sin embargo
el índice de mortalidad es proporcionalmente menor. Haciendo una cuenta
simple, sin tener en cuenta las rotaciones de personal: con un
destacamento actual de 100.000 hombres, el Ejército norteamericano ha
sufrido 1.500 bajas desde que comenzó en 2001 la misión de combate como
represalia por el atentado de las Torres Gemelas. Es decir, un
porcentaje del 1,5%. En cambio, la milicia española, que aporta 1.500
enviados a la misión de reconstrucción de la Fuerza Internacional de
Asistencia para la Seguridad (ISAF, controlada por la OTAN desde 2003)
por mandato de la ONU, ha perdido a 97 hombres: un 6,4%.
Algunos
soldados españoles envidian el equipo de los estadounidenses, hasta el
punto de que se compran material a través de páginas web americanas.
Ángel explica que es una práctica bastante corriente entre sus
compañeros, pero que el equipo comprado tienen que disimularlo o
esconderlo cuando pasan revista, pues no es reglamentario. Él se ha
comprado unas botas y varias fundas para los cargadores, pero ahora está
pensando en adquirir un casco. "No sirve para pegar tiros", resume.
Seguridad o movilidad es la disyuntiva que se repite siempre. Los cascos
del Ministerio de Defensa español alargan la protección en la nuca, por
lo que "al echar cuerpo a tierra y disparar se pierde toda la
visibilidad". En más de una ocasión, Ángel eligió quitarse el casco pese
al peligro: "Yo voy a Afganistán a pegar tiros, si tengo que elegir
entre un casco que me cubra toda la nuca y disparar... Prefiero
disparar".
Sobre la chimenea del salón de su casa, Vanesa tiene
una vaina de 12,7 milímetros. Es de uno de los primeros cartuchos que
disparó en Afganistán. Fumaba a escondidas de su superior, sabía que era
un peligro y que incumplía una orden, pero son muchos los soldados que
se las ingenian para callar el vicio. Caladas furtivas, el pitillo en un
poto para que el fuego no los convierta en un blanco fácil. Mientras se
refugiaba en la parte trasera del vehículo vio que algo brillaba. Se
puso en alerta y tal vez eso le salvó la vida. Pronto empezaron los
disparos. Vanesa es una mujer atractiva. Fuerte, pero pequeñita: "Nunca
puedo cargar la [ametralladora]12.7 si no estoy en un momento eufórico.
Es demasiado pesada para mí". Aquel día la cargó a la primera.
Es
colombiana, cerca de los 30. De las cosas que más le marcaron de su
estancia en el país fue la situación de las mujeres. "Tenía que
enseñarles mi coleta para que vieran que soy mujer, pero ni así se
calmaban. Nada más verte se arrodillaban. El castigo era terrible si las
veían hablando con un soldado", recuerda Vanessa.
Ella entró en
el Ejército como parte de ese 9% máximo de efectivos extranjeros que
sirven a España. ¿Hipócrita luchar por un país que no es suyo? "Todo lo
contrario, España me ha dado mucho más que Colombia". Pero el mito de los papeles
pesa. Alfredo, boliviano, de poco más de 20 años, se metió al Ejército
para conseguir la nacionalidad española, pero tal vez hubiera seguido el
mismo camino de haber estado en Bolivia. Ni la cerveza logra relajar la
firmeza de su mirada. La rectitud de la pose permanece intacta a lo
largo de la entrevista, como si no supiera hacer nada más que ser
soldado.
Le gustaría volver al país asiático antes del repliegue
de las tropas en 2014. Ahora en España siente que cuando el peligro era
real había mayor confianza por parte de los superiores: "En la batalla
no hace falta que te digan lo que tienes que hacer, un buen soldado lo
sabe. Allí la vida de quien está al mando depende de la tuya tanto como
la tuya de él".
El objetivo final de la misión de paz es que las
milicias den la seguridad necesaria para construir colegios, levantar
hospitales y dar a los agricultores una alternativa al opio. Pero la
realidad es que, en ocasiones, la corrupción no permite que el dinero
invertido llege a la población y a menudo sienten el rechazo de los
afganos. A veces les tiran piedras o se tapan la nariz a su paso para no
respirar el mismo aire. "La gente espera más de los militares", afirma
Salem Wahdat, el segundo de la Embajada afgana en Madrid. Es un
enamorado de la lengua española y está convencido de que apreciarán el
esfuerzo con el tiempo: "Van a decir gracias, al menos los afganos aprenderán a decir eso".
Los
soldados son profesionales. Luchan por un salario, pero lo hacen con la
bandera en el uniforme. ¿Se sienten los colores de España en el frente?
"Sientes la vida de tu compañero, es o ellos o tú", dice Ángel. En
medio están las balas. Reconocen que cuando aprietan el gatillo solo
piensan en volver juntos a casa, pero creen que no se valora su gesto:
"No soy un facha, soy un soldado. Me gustaría sentir más reconocimiento
en España, sentir que voy a Afganistán y muero porque sirvo a mi gente".
Fuente: El Pais
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