De defender a su patria en una de las provincias más inestables de Afganistán, a no tener casa. Les presento a Matt B. Farwell,
un hombre que le ha entregado a su patria todo lo que alguien le puede
dar: algunos de los mejores años de su juventud; su propio hermano,
fallecido en accidente de helicóptero, y la vida acomodada que ahora
podría estar viviendo si hubiera acabado sus estudios en la Universidad
de Virginia. En lugar de eso, Matt ingresó en el Ejército de Tierra en
2005. Es miembro de la generación 11-S, los cinco millones de soldados alistados después de los atentados de 2001.
Matt mató y vio morir. Vivió en Afganistán algunos de los mejores y de los peores momentos de su vida. Y al querer regresar a casa, se encontró con que los héroes, a veces, no tienen una casa a la que volver. Matt es, técnicamente, un sintecho. El gobierno de Estados Unidos define a esa persona como alguien que “carece de una residencia nocturna adecuada, regular y permanente”. Y Matt duerme a veces en casa de sus padres, en Kansas. Otras, desde que se mudó recientemente a California, en sofás de amigos. Cuando puede reunir los pocos dólares que cuesta una habitación en un motel de carretera, tiene el privilegio de descansar en una cama. En algunas ocasiones ha dormido a la intemperie.
Cinco años de entrega al ejército se han saldado con una pensión de
370 dólares mensuales, 268 euros para comer, dormir, vivir. Ahora Matt
quiere ser escritor. (Este es su blog).
Siente que la guerra le ha puesto cosas dentro que sólo puede sacarse
escribiéndolas. La aniquilación de dos de sus amigos en la provincia de
Paktika. La muerte de su hermano, Gary, en Alemania. La experiencia de
matar. La extrañeza de descubrirse gritando de alegría cuando vio al enemigo, a otro ser humano, morir. La muerte y la guerra. No se ha enfrentado a la vida del mismo modo, después de aquello. Y sus textos, como esta entrada, así lo reflejan.
Matt lo ha vivido de cerca. Compañeros que volvieron del frente y murieron en extrañas circunstancias. “Accidentes de tráfico extraños, sobredosis de drogas, situaciones que no parecen muertes naturales. La gente elige métodos muy variados para suicidarse”, explica. Definir un suicidio es, de hecho, difícil. “Mi amigo Michael Cloutier, que probablemente me salvó la vida en un puesto militar en Afganistán cuando nos atacó un grupo de talibanes que nos triplicaba en número, murió de una sobredosis a un año de volver del frente”, añade.
Matt ha estado 18 meses vagando por EE UU, aquella patria que le recuerda que su generación es una generación de héroes. Ahora se encuentra en California; pronto regresará a Kansas, a quedarse con su familia una temporada, y probablemente reanudará en unos meses sus estudios en la Universidad de Virginia. Me cuenta que el miércoles pasado una desconocida le abrió su casa, le dejó dormir en su sofá y le dio 20 dólares para comer. Piensa que ese es el verdadero patriotismo. “No son las banderas, las pegatinas o los eslóganes. Esa ayuda, de alguien que decide hacer el bien, me hace ver que mis sacrificios para defender mi patria valieron la pena”.
Matt mató y vio morir. Vivió en Afganistán algunos de los mejores y de los peores momentos de su vida. Y al querer regresar a casa, se encontró con que los héroes, a veces, no tienen una casa a la que volver. Matt es, técnicamente, un sintecho. El gobierno de Estados Unidos define a esa persona como alguien que “carece de una residencia nocturna adecuada, regular y permanente”. Y Matt duerme a veces en casa de sus padres, en Kansas. Otras, desde que se mudó recientemente a California, en sofás de amigos. Cuando puede reunir los pocos dólares que cuesta una habitación en un motel de carretera, tiene el privilegio de descansar en una cama. En algunas ocasiones ha dormido a la intemperie.
Matt no se arrepiente de nada.
Pero admite las dudas que le asaltaban después de sentir la adrenalina
de matar. “Entonces te detienes y piensas: ¿a quién he matado?”,
explica. “Desde luego, no le he disparado al propio Bin Laden en la
cara. ¿Quién era ese enemigo? ¿Y si era un granjero al que los talibanes
o los Haqqani
le habían extorsionado para que tomara las armas?”. Las pesadillas que
sigue tendiendo, Matt no se las desea ni a su peor enemigo. “He visto
cosas horribles, que no me abandonarán jamás”, confiesa.
Volver de la guerra con semejantes recuerdos a cuestas, enviar el currículum a más de 300 empresas
(ha pedido trabajar de casi todo, desde lavaplatos a celador) y no
obtener respuesta alguna: una experiencia amarga. Matt intenta abrirse
paso en la sociedad, oyendo cómo los políticos hablan sin cesar de
la deuda que tienen gobernantes y electores con los soldados, que
eligieron ir a la guerra para que el enemigo no volviera a atacar en
casa. Las frases ampulosas, sin embargo, no le facilitan la vida a
veteranos como él.
(Un soldado afgano, en Kandak, al anochecer. Foto: Marines)
Las cifras son tan exorbitantes que la gravedad de la situación se desdibuja en ellas. En EE UU hay 23 millones de veteranos de guerra. Según datos del gobierno, unos 136.000 soldados que regresan del frente duermen en la calle al menos una noche del año. Un estudio de la Asociación Americana de Psicología mantiene que la mitad de los soldados que retoman sus estudios universitarios al volver del frente ha contemplado el suicidio. Un 20% ha hecho planes específicos para matarse. Cada día, 17 veteranos de EE UU se quitan la vida.Matt lo ha vivido de cerca. Compañeros que volvieron del frente y murieron en extrañas circunstancias. “Accidentes de tráfico extraños, sobredosis de drogas, situaciones que no parecen muertes naturales. La gente elige métodos muy variados para suicidarse”, explica. Definir un suicidio es, de hecho, difícil. “Mi amigo Michael Cloutier, que probablemente me salvó la vida en un puesto militar en Afganistán cuando nos atacó un grupo de talibanes que nos triplicaba en número, murió de una sobredosis a un año de volver del frente”, añade.
Matt ha estado 18 meses vagando por EE UU, aquella patria que le recuerda que su generación es una generación de héroes. Ahora se encuentra en California; pronto regresará a Kansas, a quedarse con su familia una temporada, y probablemente reanudará en unos meses sus estudios en la Universidad de Virginia. Me cuenta que el miércoles pasado una desconocida le abrió su casa, le dejó dormir en su sofá y le dio 20 dólares para comer. Piensa que ese es el verdadero patriotismo. “No son las banderas, las pegatinas o los eslóganes. Esa ayuda, de alguien que decide hacer el bien, me hace ver que mis sacrificios para defender mi patria valieron la pena”.
(Matt tiene una cuenta de Twitter. Se le puede seguir aquí).
Sacado de "El Pais"
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