Zaragoza, 11 de Diciembre de 1.987, un
joven soldado de Sanidad Militar, cedido como conductor de ambulancia a
Cruz Roja Española, se mete a las seis de la mañana en su cama del
puesto de socorro de Zaragoza, después de atender el tercer accidente de
trafico de esa noche.
Tiene la esperanza de poder dormir un
poco hasta las ocho, que llega su relevo y finaliza su guardia de 24 h.
en el servicio de urgencias.
Apenas ha conseguido dormirse diez
minutos después, cuando suena el teléfono, el imaginaria lo coge, y
empieza a gritar… ¡Una bomba en la casa cuartel de la guardia civil!.
Como un resorte, salta de la cama, se
pone las botas (dormía vestido con el uniforme) y sale corriendo junto
con el soldado sanitario a por la ambulancia de servicio.
Un viejo renault 12 ranchera sale del
garaje chillando ruedas, a la vez que el sonido de su ahuyante sirena
invade el silencio de la calle.
El joven soldado, piensa para si mismo,
“Lo que me faltaba para terminar la guardia” mientras conduce a toda
velocidad por las desiertas calles de Zaragoza. Intentando calcular el
recorrido mas corto para llegar al lugar del atentado.
Por el camino se encuentra con una
caravana compuesta por dos camiones de bomberos y un coche de policía.
El joven soldado se suma con su ambulancia a la caravana, suponiendo que
iban al mismo sitio.
Al llegar al lugar del atentado,
descubre que son los primeros, todavía no hay nadie, solo oscuridad, y
entre el destello de las luces de sus rotativos, se vislumbra lo que
queda de la casa cuartel mientras se le hiela la sangre.
El edificio de cuatro plantas y de
ladrillo, se encuentra partido por la mitad. Media casa permanece en
pie, y la otra media es una enorme montaña de escombros que llega hasta
el segundo piso. Dejando ver el interior de las habitaciones.
Entre las sombras se intuye la inmensidad de la tragedia.
Varios guardias civiles, cubiertos de
polvo y sangre deambulan entre las ruinas, con la vista perdida en el
infinito, la expresión de su rostro crispado, hacia ver que se
encontraban en estado de shock.
El joven soldado, abre el portón de su
viejo renault doce y saca la camilla, aún no la ha depositado en el
suelo cuando de entre las sombras sale un guardia civil con una mujer en
brazos. La deposita en la camilla y se marcha corriendo otra vez hacia
las ruinas.
Son las seis y media pasadas, y el joven
soldado pisa a fondo el acelerador de la ambulancia mientras se dirige
al hospital Miguel Servet, en diez minutos entra por la puerta de
urgencias. Allí todavía no les han avisado del atentado, lo cual hace en
persona el joven soldado, ante la incrédula mirada del personal de
urgencias del hospital.
Sin perder tiempo ni en cambiar la sabana de la camilla, se dirigen otra vez raudos al lugar del atentado.
Empieza a clarear el día cuando llega a
su destino. Hay mucha policía, y empieza a estar aquello mínimamente
organizado. Unas diez ambulancias están aparcadas delante de lo que
queda del edificio. Todas puestas en batería y con los portones abiertos
para cargar rápido.
Con las primeras luces de aquella fría mañana, se alcanza a ver la magnitud de la destrucción.
Un policía municipal le indica al joven
soldado que aparque su ambulancia el último, a lo que éste, que para eso
ha llegado el primero, lo ignora y se pone en primer lugar.
Esta el joven soldado abriendo el portón
del viejo renault 12, cuando de entre las ruinas salen un grupo de
bomberos con una camilla de tijeras tapada con una manta.
Se le hiela la sangre al ver que todos los bomberos, van llorando.
Si hay alguien que realmente esta curtido y tienen el estómago hecho a todo, son los bomberos.
Mientras los bomberos meten la camilla
de tijeras dentro de la ambulancia, un sargento de bomberos, con un
enorme bigote, y el rostro lleno de polvo y sudor, le pone la mano en el
hombro al joven soldado, y cayéndole lágrimas le dice “¡Corre, hijo
mio, corre!”
La vieja renault 12 vuelve a salir
chillando ruedas, mientras dos motoristas de la policía municipal se
ponen delante de la ambulancia, como escolta para abrir paso.
Todo ha sido muy rápido, y el joven soldado, mientras intenta no perder a los motorista, va asimilando los hechos.
Se le vuelven a poner los pelos de
punta, al ver por el retrovisor interior de la ambulancia, que su
compañero el soldado sanitario, llora a lágrima viva.
Hay policías municipales cortando el
trafico en todos los cruces de las avenidas que dan a los hospitales,
por lo que el trayecto hasta el hospital clínico se hace en pocos
minutos y sin ninguna parada.
Aún no se ha parado la ambulancia cuando
los celadores sacan la camilla y la llevan corriendo a un quirófano de
urgencias. ¡Ahora si que nos estaban esperando! piensa el joven soldado.
Le pregunta a su compañero, que era lo
que llevaban, a lo que este no puede contestarle ya que esta presa de un
ataque de llanto.
Presa de la curiosidad, se dirige al
interior del servicio de urgencias. Al llegar frente a la puerta del
quirófano, ésta se abre, y salen varias enfermeras llorando también.
¡Dios mio que habré traído! se pregunta el joven soldado, mientras empuja
la doble puerta batiente del quirófano.
Da dos pasos dentro, y se queda
paralizado. Sobre la mesa, y rodeada de médicos y enfermeras llorando,
se encuentra una niña. Esta desnuda, mostrando su cuerpecito blanco,
inmaculado, inerte, sin ninguna herida, pero su cabecita se encuentra
deformada por la parte superior, asomando una parte de su cerebro al
exterior.
Esa imagen, pase lo que pase, y el tiempo que pase, no la podrá olvidar nunca el joven soldado.
Toda la tensión que lleva acumulada, se
libera, y sale al exterior de quirófano a sentarse en el suelo a llorar
junto a su compañero.
Una vez recuperados, el joven soldado y
su sanitario, se dirigen de nuevo al lugar del atentado. Ya es media
mañana y todos los heridos han sido ya evacuados, los muertos los
almacenan en una sala que se encontraba intacta.
Ahora lo que toca es desescombrar.
Piedra a piedra, se van retirando los escombros. El olor a quemado
impregna el aire, mientras el joven soldado, a la vez que docenas de
bomberos y guardias civiles, van quitando una a una las piedras. Buscan
nuevos heridos, pero solo salen cadáveres.
Una furgoneta de bomberos llega cargada
de bocadillos y cajas de leche, que reparten entre todos los que allí
estaban. El joven soldado se da cuenta de que esta en ayunas y que ya
son las cuatro de la tarde. Se acerca a la furgoneta y le dan un
bocadillo y una caja de leche, y con las manos llenas de polvo y sangre
se sienta en el suelo a comer junto a los bomberos. Las caras con gesto
serio, miradas perdidas, y rostros de dolor, rabia e impotencia. Nadie
habla, todos están como ausentes, incapaces de entender como se puede
causar tanto daño.
A las siete de la tarde, finaliza el
desescombro y el jefe de bomberos, levanta el servicio, autorizando a
gran parte del personal a retirarse.
Mientras ambulancias militares sacan los
últimos cadáveres hacia el hospital militar, corre la noticia de que
son en total once muertos de los cuales cinco son niños.
El joven soldado regresa al puesto de la
Cruz Roja, roto de cansancio y de dolor. Le espera el capitán, que le
ordena ducharse, cambiarse de uniforme, limpiar la ambulancia y que a
las once de la noche se presente en la capilla ardiente, que se estaba
instalando en el Gobierno Civil de Zaragoza.
En la sala de autoridades del gobierno
civil, se encuentras expuestos los once féretros, cinco de ellos
blancos. Velados por guardias civiles, mientras cientos de ciudadanos se
acercan con flores, a rendir su adiós a estas personas que tan
cobardemente habían sido asesinadas mientras dormían.
Las horas pasan y el joven soldado acusa
el agotamiento, no tiene fuerzas ni ánimos para nada, con gesto cansado
saluda militarmente a las autoridades que van llegando, ministros,
generales y mandos se acumulan en la sala.
Entre varios desmayos del público,
rápidamente recuperados, pasa la noche y vuelve a lucir el sol, un nuevo
día esta aquí, y el joven soldado ya lleva cuarenta y ocho horas
seguidas de servicio sin dormir.
La esperanza de poder irse a casa
desaparece cuando le ordenan quedarse al funeral, que se oficiara en la
Basílica del Pilar, justo enfrente del Gobierno Civil, donde se
encuentra la capilla ardiente.
A las doce de la mañana, el joven
soldado se encuentra con su ambulancia en un punto de la plaza del
pilar. Miles de personas se encuentran allí para dar su último adiós a
las víctimas. Varias compañías de la Guardia Civil, y la banda de música
están formadas en el patio.
Uno a uno pasan a hombros los féretros, llevados por sus compañeros, mientras la banda toca la muerte no es el final.
El joven soldado saluda militarmente a
los féretros cuando pasan por delante suyo, mientras las lágrimas
vuelven a correr por su rostro.
La gente grita, insulta, llora, pide justicia, sobre todo cuando pasan los ataúdes blancos.
Es el primer atentado en el que la crueldad no ha tenido limites y se han asesinado a cinco niños.
Sirva este relato extraído de "Foro Policía", como
recuerdo de aquel fatídico día.
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